La Cruz que redimió a Málaga

El cielo se abrió y desplegó su manto. Las estrechas calles nos conducían hacia el camino por el Muro de San Julián, y sus grandes puertas esperaban dormidas a ser abiertas.

Es entonces cuando el olor a incienso comenzó a mezclarse con el embriagador aroma del azahar que hasta entonces venía acompañándonos en soledad, y esta singular combinación solo podía significar una cosa: Cuaresma.

Las grandes puertas comenzaron a abrirse y de su interior podía intuirse la silueta de una cruz y un Caído en ella. Dios vencido. Sobre un trono de madera oscura tallada aparecía cabizbaja la figura del Señor, el Señor de la Sangre, y por unas suaves notas musicales, como abrazado y casi cobijado por ellas, el trono comenzó a andar. Se inició la procesión. Se anunciaba a todo malacitano el acontecimiento esperado; cuarenta días para la Pasión y Gloria reflejada en la Semana Mayor.

El Cristo que presidía el momento, de gran porte y talla, nos daba el sabor de la historia, de una de las Cofradías más añejas de nuestra ciudad, por cinco veces centenaria. El Cristo mercedario nos invitó a memorar un cúmulo de sensaciones y estímulos cofrades.

Avanzaba la procesión. Celoso el cielo de la eterna devoción en la Tierra, quiso estar presente y su agua, que cesó, volvió a precipitar tímidamente. El patio de los naranjos del entorno catedralicio le dio así la bienvenida a Dios con su perfume humedecido en azahar. Y comenzó la Estación de Penitencia, las quince referidas a los Misterios de Cristo y Resurrección bajo las bóvedas de la manquita pero presumida Catedral.

Cayó la noche y quiso quedarse entre las calles malagueñas. De nuevo volvían a abrirse las puertas, éstas, aún mas grandes en presencia y enormes en espiritualidad. En el instante en que las cabezas de varal las traspasaban con delicada sutileza, los sones de los músicos situados al lateral de la plaza, inundaron el momento con gran fuerza y belleza para recibir al Señor, que de manera perfecta se fundió en el ambiente templado del que nos contagiaba el histórico entorno de la Catedral.

 

1

El Cristo de la Sangre salió tranquilo y avanzó sereno llegando hasta la calle de los agustinos; precioso estrechamiento por el que el trono fue mecido. Alzada la mirada hacia su rostro podía ser observada su mirada entreabierta y sus caídos ojos, perdidos en el alma. La estrecha calle lo abrazó y sobre su antiguo empedrado caminó hasta adentrarse en la próxima, la que alberga nuestra Iglesia más antigua, la parroquia de Santiago. Una simbiosis perfecta se daba en la calle Granada sobre la historia de Málaga; la antigüedad entre la Archicofradía del Cristo de la Sangre y la mencionada Iglesia aunaron en aquel momento más de cinco siglos de historia.

La noche continuaba con el manto que el cielo había desplegado. El cortejo de la procesión comenzaba a rodear la pintoresca y picassiana plaza de la Merced y entre sus árboles encontrábamos al Señor que, con su andar a paso corto, se aproximaba hasta el lugar donde Málaga siempre lamentará una pérdida.

Esquinada a la plaza se situaba la antigua y espectacular Iglesia de la Merced, sede entre otras Cofradías, de la Sangre. Sobre los hombros de los portadores volvimos por unos instantes la vista hacia atrás, de mecida en mecida. Se conmemoraba su historia a sones del Himno Nacional, regresando a los orígenes en el tiempo pasado.

Calle Madre de Dios era la siguiente, por ella avanzó caminando hasta llenar con su presencia la plaza del emblemático Teatro Cervantes. Sin torcerse, la procesión continuaba y se aproximaba lentamente hacia su Iglesia. Estaba más cerca del final.
Un camino de numerosos cirios, de llamas cálidas encarnecidas de un vurdeos color, acobijaban al Cristo y anunciaban por las calles su inminente llegada.

Con inmensurable elegancia y paciencia el trono del Señor de la Sangre se adentró en la estrecha calle que le conduce hacia su casa, la Iglesia de San Felipe Neri. Los sones de la banda a ritmo de la clásica lira acompañaron, al compás, cada uno de sus pasos bien ejecutados para poder adentrarse en ella.

Era la una de la madrugada del viernes, la noche quiso entrelazarse con el momento y se tornaba con la misma serenidad con la que el Señor de la Sangre llegaba hasta la plaza, donde la multitud era notable y se agolpaba. Silencio. El Señor se mecía. La música volvía a inundar el momento. El Cristo de la Sangre se despedía. El trono comenzaba a caminar hacia las puertas.

La maniobra se divisaba complicada; las dimensiones de las puertas frente a las del trono y la cruz se presentaban caprichosas. Pero no había nada imposible para el Señor de la Sangre. Realizaba su entrada con mucho cuidado ante los ojos atentos de todos los presentes. Paciencia, con amor, el Mercedario de San Felipe conseguía entrar sumergido en el más absoluto silencio, el Himno Nacional quiso despedir el momento pero las complicaciones de la maniobra lo impidieron. Fue en la segunda ocasión cuando volvieron a retumbar los sones que atestaron la plaza y despidieron, esta vez sí, al Señor de la Sangre en el costado, al herido eterno por la lanza del Longino, al llorado bajo un cielo malva, pero lleno de perpetuo Consuelo.

Málaga despidió al Señor. Y así, en un abrir y cerrar de ojos, casi sin darnos cuenta, la Cuaresma nos había recibido.

¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 2 Promedio: 5)

NO TE PIERDAS LA ACTUALIDAD COFRADE

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *