La apariencia: cuando la devoción se queda en la superficie

En el mundo cofrade, donde la tradición y la fe se entrelazan de manera tan profunda, uno no puede evitar preguntarse: ¿Estamos priorizando lo que realmente importa? Cada año, las procesiones nos deslumbran con su majestuosidad. Las imágenes, los bordados, los tronos, la música, crean un espectáculo que, para muchos, es un momento cumbre. Pero, ¿qué pasa cuando todo esto se convierte solo en una cuestión estética, y se olvida lo que verdaderamente da sentido a ser cofrade?

De lo estético a lo esencial

La verdadera devoción no puede quedarse en lo superficial. No se trata solo de caminar bajo un trono o llevar una vela, sino de hacer que esos actos reflejen un compromiso interior. Si ser cofrade es solo un acto externo que se repite una vez al año, ¿Realmente estamos conectando con lo que significa vivir nuestra devoción? El cofrade de hoy en día tiene la responsabilidad de no quedarse atrapado en el aspecto estético de las procesiones, sino de vivir una devoción que sea real y constante. ¿Qué pasa cuando las luces se apagan, cuando los tronos se guardan y las túnicas vuelven al armario? Ahí es donde se pone a prueba el verdadero sentido de ser cofrade.

La devoción

Cuando un cofrade entra a la iglesia y se coloca frente a su imagen, debería ser un momento de profunda introspección y recogimiento espiritual. Sin embargo, me pregunto cuántos de nosotros realmente nos permitimos esos minutos de auténtica conversación con nuestro Cristo o nuestra Virgen. ¿Cuántos nos detenemos a orar de verdad, a buscar en ese encuentro un consuelo que nos acerque a Dios, que nos ayude a cargar nuestras cruces diarias?

Hoy en día, parece que hemos transformado esos momentos de devoción en simples gestos automáticos o, peor aún, en una preocupación por lo externo. Nos fijamos más en si las flores están bien colocadas, en si la imagen está impecable, o en cómo nos ven los demás dentro del templo, en lugar de usar ese tiempo para sanar el alma. Nos hemos acostumbrado a lo superficial, a lo que brilla por fuera, olvidando que lo verdaderamente transformador está en lo interior, en esa conversación íntima que pocos se permiten tener en silencio, delante de su Cristo o su Virgen.

Es triste pensar que muchos cofrades, en lugar de buscar en la iglesia un refugio espiritual, se preocupan más por lo que se ve, por lo que se muestra. Y aquí está el verdadero problema: hemos convertido lo que debería ser un momento de devoción en una cuestión estética, olvidando que lo esencial de nuestra fe está en ese contacto directo y sincero con lo divino. La pregunta que debemos hacernos es clara: ¿Cuántos de nosotros realmente estamos usando estos encuentros para acercarnos a Cristo? Y cuántos simplemente estamos cayendo en lo superfluo.

La estación de penitencia

Al final, el sentido de una estación de penitencia no está en cómo nos ven los demás, sino en cómo la vivimos por dentro. Solo una vez al año tenemos la oportunidad de estar dentro del cortejo, de acompañar a nuestro Cristo o Virgen en un acto de verdadera entrega y devoción. Deberíamos preocuparnos menos por lo que pasa afuera, por si nos critican o nos miden cada gesto, y más por lo que sucede en nuestro interior. La estación de penitencia es un momento de introspección profunda, donde el único juicio que importa es el nuestro, el que nos lleva a conectar con lo divino. Todo lo demás, simplemente, sobra.

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