El Verbo Encarnado

La exposición, que se inició el pasado martes 21 de septiembre en la Santa Iglesia Catedral de Málaga titulada “El Verbo Encarnado”, organizada por la Agrupación de Cofradías con motivo del centenario de su fundación, cuenta con 13 imágenes que participan en nuestra Semana Santa, cada una de ellas con un alto valor catequético y teológico.

A continuación, vamos a profundizar en la vertiente teológica de esta exposición, analizando a partir de las advocaciones de las distintas imágenes, aspectos esenciales de la doctrina cristiana. 

El verbo encarnado. La preexistencia de Jesús.

La exposición tiene por título El Verbo Encarnado, un concepto altamente teológico desarrollado en el prólogo del Evangelio de Juan.

Para el cristianismo, el verbo hace referencia a la segunda persona de la Trinidad (El Hijo). El concepto de verbo o palabra había ya sido manejado por los filósofos griegos como el logos, el medio por el cual el ser divino supremo obró la creación. El Evangelio de Juan desarrolla el concepto logos, identificándolo con Jesús de Nazaret, afirmando: 

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1, 1)

¿Qué quiere decir esto? Que lo que posteriormente vino a denominarse segunda persona de la Trinidad, era preexistente a la creación y consustancial al Padre, por tanto, Dios.

“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”  (Jn 1, 24)

En un momento histórico concreto, Dios decide hacerse hombre y habitar entre nosotros. De las tres personas trinitarias (Padre, Hijo y Espíritu Santo) fue la segunda, el verbo, quien se encarnaría en un hombre de nuestra misma naturaleza, sin perder en ningún momento su naturaleza divina.

Es por tanto que, para los cristianos, Jesús de Nazaret es tanto Dios como hombre verdadero, y María, su madre, madre de Dios. La Encarnación del verbo es una muestra de amor de Dios hacia los hombres, pues se solidariza de tal forma con nosotros que asume nuestra condición para redimirlo del pecado.

Las 13 imágenes participantes en El verbo encarnado

A continuación se expone un análisis teológico a partir de las advocaciones de cada titular:

  • Jesús Redentor del Mundo (José Antonio Navarro Arteaga, 2013)

Los cristianos afirmamos que Jesús es Redentor del género humano. Es por ello que abraza la cruz que los hombres le han preparado. Jesús conoce que sus palabras y sus obras le llevarán a la cruz, y lejos de rechazar ese destino, lo abraza, porque por medio de él podrá redimir precisamente a aquellos que le han condenado. 

“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres;  y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre” (Carta de san Pablo a los filipenses 2, 5-11)

Redentor del Mundo. Fotografía: Anabel Niño
  • Nuestro Padre Jesús de la Puente del Cedrón (José Manuel Miñarro, 1988)

Los últimos días de Jesús se desarrollaron en Jerusalén. Esta ciudad fue conquistada por el rey David a los cananeos, estableciendo allí su capital. Desde entonces, Jerusalén es considerada la ciudad santa del judaísmo y el marco referencial de la nación judía. Su descripción, más o menos somera, podemos encontrarla en las escrituras, y si bien, la Jerusalén de hoy es la misma que hace dos mil años, hay elementos urbanos y geográficos que se mantienen intactos, como puede ser el Monte de los Olivos y el Valle del Cedrón, atravesado por un torrente que separaba la ciudad de dicho olivar. El momento en el que Jesús atraviesa el Torrente Cedrón no es mencionado explícitamente, pero sin duda tuvo que ocurrir para que Jesús pudiera ser trasladado desde Getsemaní hasta la casa de Caifás.

“Habiendo dicho Jesús estas cosas, salió con sus discípulos al otro lado del Torrente de Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró con sus discípulos” (Jn 18,1)

Puente del Cedrón. Fotografía: Anabel Niño
  • Santísimo Cristo  del Amor (Fernando Ortiz, S. XVIII) 

Cristo presenta el amor como uno de los ejes principales de su doctrina. Su exhortación a perdonar las ofensas del prójimo, a amarlo como uno mismo o el reconocer el amor que sentía por sus discípulos, pone de manifiesto que Jesús no es ese tipo de Mesías belicoso que muchos en Israel esperaban, pues su doctrina apelaba a la acción individual y colectiva para construir unas relaciones basadas en el amor y el perdón.

 Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn 13, 33)

Santísimo Cristo del Amor. Fotografía: Anabel Niño
  • Santísimo  Cristo de los Milagros (Francisco Palma Burgos, 1939)

Si por algo impactó Jesús de Nazaret entre los habitantes de Galilea y Judea fue por sus milagros. En boca del propio Jesús, estas acciones se realizaban para aumentar la fe de sus discípulos.

Entre los milagros de Jesús encontramos numerosos exorcismos (la expulsión de demonios), sanaciones de personas enfermas (sanación de la mujer hemorroísa, curación del asistente del centurión, y sanación de numerosos ciegos y sordos), resurrecciones (resurrección de la hija de Jairo, resurrección del hijo de la viuda de Naim y resurrección de su amigo Lázaro), prodigios sobrenaturales (Jesús camina sobre las aguas, multiplicación de los panes y los peces, calma de la tormenta en el mar de Tiberiades). Es muy posible que, en un principio, la fama de Jesús se extendiera como taumaturgo. El hecho de que Jesús realizara sanaciones el sábado (Día de reposo), les valió la animadversión de los fariseos, quienes insinuaron que tales prodigios no venían de Dios sino de Belcebú. 

Jesús obró sus milagros a todo tipo de personas: hombres, mujeres, judíos, extranjeros… siendo señal inequívoca de su visión inclusiva del Reino de Dios.

“Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva».  Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.


Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con solo tocarle el manto curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?». Los discípulos le contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”». Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad»


Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?». Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe». No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: Talitha qumi (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»). La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña” (Mc, 5, 21-43)

Desarrollar las implicaciones teológicas y sociales de los milagros de Jesús nos llevaría mucho tiempo, pero cabe reseñar el acento que pone Jesús en que la mayoría de los casos han sido curados por la fe de los mismos interesados en que el hecho podría producirse.

Cristo de los Milagros. Fotografía: Anabel Niño
  • Nuestro Padre Jesús de la Misericordia (José Navas Parejo, 1944)

La misericordia fue una de las claves del mensaje de Jesús respecto a su doctrina. Su comprensión de la ley la presentaba desde los parámetros de misericordia y perdón, desde la lógica del padre bueno que acoge a los hijos que se han desviado, más que desde un punto de vista meramente legalista, lo que le enfrentó a las autoridades judías, en especial la secta de los fariseos, obsesionados con el cumplimiento rigorista de la ley.

Jesús antepone la misericordia al rigor, lo hace cuando no condena a la mujer adúltera (Jn 8) o cuando permite que la mujer pecadora le bese los pies pese a las críticas de los fariseos (Lc 7, 37-50).

“Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mt 9,13)

Cristo de la Misericordia. Fotografía: Anabel Niño
  • Jesús Nazareno de Viñeros (Francisco Buiza, 1975)

Jesús se había criado en un entorno rural, y su audiencia la componían, principalmente, personas campesinas, por lo que una gran cantidad de parábolas giraban en torno al mundo del campo y de la agricultura, para que las analogías entre la vida diaria en el campo y el reino de los cielos fueran más comprensibles al pueblo.

“Y les habló muchas cosas por parábolas, diciendo: He aquí, el sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron. Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó. Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga” 

Del mismo modo, Jesús se autoidentificó como la vid verdadera e instituyó la eucaristía con pan y con vino: “el fruto de la vid y del trabajo del hombre”

«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador» (Jn 15,1)

Jesús Nazareno de VIñeros. Fotografía: Anabel Niño
  • Nuestro Padre Jesús Cautivo (José Gabriel Martín Simón, 1939)

La obra y mensaje de Jesús de Nazaret le enfrentó directamente con el poder religioso establecido. Esto llevó a que estas autoridades consideraran peligroso para sus intereses las alocuciones de Jesús a su audiencia, ya que precisamente las críticas a las autoridades eran habituales en sus sermones. El Evangelio nos cuenta que Jesús fue detenido tras celebrar la última Cena, en el huerto de Getsemaní. Una vez arrestado, Jesús fue sometido a dos juicios, uno religioso, que culpó de delito de blasfemia a Jesús por hacerse Hijo de Dios, y otro civil, ante el procurador romano Poncio Pilato. El juicio civil era necesario para poder aplicar la pena capital, reservada únicamente a la autoridad romana. Los cargos contra Jesús fueron en primera instancia delitos contra la paz social: 

“Y comenzaron a acusarle, diciendo: A éste hemos hallado que pervierte a la nación, y que prohibe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey” (Lc 23,2)

Las vacilaciones de Pilato respecto a si condenarlo o no provocaron la paradoja de que se le aplicaron dos castigos por el mismo supuesto delito (flagelación y crucifixión) algo, en teoría, prohibido por el propio derecho romano. El propio Jesús no huyó de su destino y permitió que lo hicieran cautivo para cumplir su misión redentora.

“Pero uno de los que estaban con Jesús, extendiendo la mano, sacó su espada, e hiriendo a un siervo del sumo sacerdote, le quitó la oreja. Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mt 26, 51-54)

Jesús Cautivo. Fotografía: Anabel Niño
  • Santísimo Cristo de la Agonía (Francisco Buiza, 1972)

Jesús fue crucificado entre las nueve y las doce de la mañana en el monte Gólgota (de la calavera) según los Evangelios. La pena por crucifixión estaba reservada para los peores delincuentes, y para la mentalidad judía, suponía además una especie de maldición. Por lo que para muchos, el hecho de que un supuesto Mesías muriera de esa forma es la señal inequívoca de que no lo era. La comprensión del sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz se ha desarrollado en la posterior teología cristiana, argumentando que este padecimiento ya estaba predicho por los profetas del Antiguo Testamento, identificándose a Jesús como el siervo sufridor del que hablaba Isaías.

“Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que me arrancaban la barba; ante las burlas y los escupitajos no escondí mi rostro” (Is, 50, 4)

Jesús expiró a las tres de la tarde, solo unas horas después de su crucifixión. A la ejecución solo asistieron las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea, y el conocido como discípulo amado al que la tradición identifica como el apóstol Juan. La agonía que experimenta Jesús en sus últimos instantes de vida nos muestra a un Dios encarnado en hombre que se solidariza de tal modo con el género humano que hasta perdona a sus propios verdugos.

“Y desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Algunos de los que estaban allí decían, al oírlo: A Elías llama éste. Y al instante, corriendo uno de ellos, tomó una esponja, y la empapó de vinagre, y poniéndola en una caña, le dio a beber. Pero los otros decían: Deja, veamos si viene Elías a librarle. Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron” (Mt 27, 45-51)

Cristo de la Agonía. Fotografía: Anabel Niño
  • María Santísima de los Dolores (Servitas) (Fernando Ortiz, S. XVIII)

María, la madre de Jesús, acepta voluntariamente concebir y criar al Mesías, declarándose sierva de Dios (Lc 1, 38).

Desde la infancia de Jesús, a María se le predijo que una espada le atravesaría el alma por causa del ministerio de Jesús. María guardó esto en su corazón y pudo comprobar a lo largo de su vida las dificultades a las que tendría que hacer frente: huir a Egipto por la matanza del rey Herodes o presenciar la muerte de su hijo en la cruz.

María siempre estuvo junto a su hijo, intercediendo por los demás como hizo en las Bodas de Caná y acompañándolo en su viaje misionero (Jn 2, 12).

“Y los bendijo Simeón, y dijo a su madre María: He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha, y una espada traspasará tu misma alma, para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34-35)

Virgen de los Dolores. Fotografía: Anabel Niño
  • Nuestra señora de La Piedad (Francisco Palma Burgos, 1941) 

En los evangelios no se recoge explícitamente el momento en el que María sostiene a Jesús en sus brazos. Sin embargo, esta representación ha sido muy común en la iconografía cristiana, y aunque históricamente no se hubiera producido el momento exactamente igual que como es representado en el arte, sí sabemos por el Evangelio de San Juan que María estuvo presente en el Monte Calvario junto a su hijo, acompañada de otras mujeres, entre ellas, María Magdalena, primera persona que lo vio resucitar.

Es por tanto muy probable que María se acercara al cuerpo sin vida de Jesús y lo sostuviera como ya hiciera en Belén hace 33 años.

La iconografía de la Piedad, es la de tantas madres que sostienen a sus hijos en momentos de dificultad o de muerte. María representa a todas aquellas madres que han perdido a sus hijos de una forma u otra. La espada que el anciano Simeón le predijo que le atravesaría el alma, estaba presente aquí el viernes de aquel mes de Nisán.

Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19, 25-27)

Piedad. Fotografía: Anabel Niño
  • Nuestra Señora de la Soledad (Pedro Moreira, 1945)

Cuando Jesús es enterrado, la madre de Jesús debió sentirse igual de sola y  abatida que aquellos tres días que anduvo buscando junto a su esposo José a Jesús por las calles de Jerusalén cuando contaba doce años. Tres días también en esta ocasión deberá esperar María a reencontrarse con su hijo.

La Virgen de la Soledad es la pura imagen del desconsuelo por la pérdida de un ser querido, así como pronto deseo de volver a verlo.

“Y cuando tuvo doce años, subieron a Jerusalén conforme a la costumbre de la fiesta. Al regresar ellos, acabada la fiesta, se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que lo supiesen José y su madre. Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y le buscaban entre los parientes y los conocidos; pero como no le hallaron, volvieron a Jerusalén buscándole.

Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles. Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas. 

Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia. Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar? (…) Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 42-51)

Soledad de San Pablo. Fotografía: Anabel Niño
  • María Santísima del Rocío Coronada (Pío Mollar French, 1931)

La advocación de rocío está relacionada con la venida del Espíritu Santo. El rocío es el fenómeno físico-meteorológico por el que gotas de agua se depositan en la superficie del suelo y de las plantas. Este agua, que viene de lo alto y se deposita en nosotros, crea una analogía con la venida del Espíritu Santo que, desde lo alto (en este caso en formas de lenguas de fuego) se bajó para llenar a los apóstoles de su esencia.

Los Hechos de los apóstoles nos narra que María, la madre de Jesús, estaba presente en la primera comunidad cristiana posterior a la resurrección y ascensión de Jesús, acompañando a los apóstoles y otros discípulos seguidores de Jesús. Aunque el texto de Hechos no lo expone de manera explícita, debemos considerar que María también fue objeto de la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, como Madre de la primitiva Iglesia que era.

“Todos éstos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos. (…) Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hch 1,14; 2, 1-4)

Virgen del Rocío. Fotografía: Anabel Niño
  • María Santísima reina de los Cielos (Luis Álvarez Duarte, 1993)

La tradición de la Iglesia Católica vino afirmando a lo largo del tiempo que, como presumían que María no había conocido el pecado al haber sido preservado de este desde la concepción por gracia divina, impedía ello que finalizado el curso de la vida de la madre de Jesús conociera la corrupción de la carne, y que tras su muerte, su cuerpo fue elevado a la gloria celestial en cuerpo y alma. Esta creencia fue elevada a dogma de fe en 1950 por el Papa Pío XII. Otra creencia, esta no elevada a tal rango, es que una vez en la gloria celestial, María fue coronada reina de los cielos y la tierra, es decir, del universo, en tanto que es madre de Jesucristo, quien era de por sí rey.

El pasaje bíblico que más puede aproximarse a esta creencia se encuentra en el Apocalipsis, donde se describe una visión en la que aparece una mujer coronada por doce estrellas que está dando a luz a un niño que es identificable con Jesús.

“Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Y estando encinta, clamaba con dolores de parto, en la angustia del alumbramiento. Y ella dio a luz un hijo varón, que regirá con vara de hierro a todas las naciones; y su hijo fue arrebatado para Dios y para su trono” (Ap, 12, 1-2; 5)

Reina de los Cielos. Fotografía: Anabel Niño

 

*La imagen de portada pertenece a ‘Málaga Historia’.

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