La Blanca Paloma y Pentecostés; reseña histórica y relación teológica
Como cada primavera, los rocieros fijamos nuestra mirada en la Aldea de El Rocío, esperando ver a la Señora salir de la blanca ermita. Es el Lunes de Pentecostés, momento cumbre de una de las romerías más importantes y multitudinarias del mundo.
Los orígenes del Rocío se hunden en las brumas de la leyenda. Sabemos que la primera referencia documentada aparece en el Libro de la Montería, que mandó escribir el rey Alfonso XI, allá por el siglo XV. En las Reglas de la Hermandad Matriz, del año 1758, aparece recogido este mito fundacional de una manera bellísima:
«Entrado el siglo XV de la Encarnación del Verbo Eterno, un hombre que había salido a cazar o apacentaba ganado, hallándose en el término de la Villa de Almonte, en el sitio llamado de La Rocina (cuyas incultas malezas le hacían impracticables a humanas plantas y sólo accesible a las aves y silvestres fieras), advirtió en la vehemencia del ladrido de los perros, que se ocultaba en aquella selva alguna cosa que les movía a aquellas expresiones de su natural instinto. Penetró aunque a costa de no pocos trabajos, y, en medio de las espinas, halló la imagen de aquel sagrado lirio intacto de las espinas del pecado, vio entre las zarzas el simulacro de aquella Zarza Mística ilesa en medio de los ardores del original delito; miró una Imagen de la Reina de los Ángeles de estatura natural, colocada sobre el tronco de un árbol. Era de talla y su belleza peregrina. Vestíase de una túnica de lino entre blanco y verde, y era su portentosa hermosura atractivo aún para la imaginación más libertina.
Hallazgo tan precioso como no esperado, llenó al hombre de un gozo sobre toda ponderación, y, queriendo hacer a todos patente tanta dicha, a costa de sus afanes, desmontado parte de aquel cerrado bosque, sacó en sus hombros la soberana imagen a campo descubierto. Pero como fuese su intención colocar en la villa de Almonte, distante tres leguas de aquel sitio, el bello simulacro, siguiendo en sus intentos piadosos, se quedó dormido a esfuerzo de su cansancio y su fatiga. Despertó y se halló sin la sagrada imagen, penetrado de dolor, volvió al sitio donde la vio primero, y allí la encontró como antes. Vino a Almonte y refirió todo lo sucedido con la cual noticia salieron el clero y el cabildo de esta villa y hallaron la santa imagen en el lugar y modo que el hombre les había referido, notando ilesa su belleza, no obstante el largo tiempo que había estado expuesta a la inclemencia de los tiempos, lluvias, rayos de sol y tempestades.
Poseídos de la devoción y el respeto, la sacaron entre las malezas y la pusieron en la iglesia mayor de dicha villa, entre tanto que en aquella selva se le labraba templo. Hízose, en efecto, una pequeña ermita de diez varas de largo, y se construyó el altar para colocar la imagen, de tal modo que el tronco en que fue hallada le sirviese de peana. Aforándose aquel sitio con el nombre de la Virgen de Las Rocinas».
Libro de reglas de la Hermandad Matriz.
No nos podemos detener en este momento en un análisis histórico y artístico de la imagen de Nuestra Señora del Rocío, lo que excedería con mucho mis capacidades. Mi intención es aportar unas breves pinceladas históricas y una reflexión de carácter teológico.
En primer lugar, conviene recordar que no siempre se ha celebrado la Festividad de la Blanca Paloma el Lunes de Pentecostés. Hasta el s. XVII se celebraba en septiembre. Desde 1657 -fecha en la que se data la primera Romería– se celebraba la festividad el 17 de septiembre, aunque la fecha ha sufrido varias modificaciones. Por ejemplo, en 1659 y 1675 se celebró el 11 de noviembre. Tampoco se respetó la fecha en los años del 1665 al 1667, probablemente por la guerra hispano-portuguesa. Finalmente, el 27 de mayo de 1670 se fija como definitiva la fecha de la fiesta rociera en el Lunes de Pentecostés.
Después de esta apretada síntesis histórica, podemos decir algo del sentido religioso. Los vaivenes de la Historia, sin duda guiados por la Providencia, han querido unir para siempre a la Señora de las Rocinas con la fiesta del Espíritu Santo, Pentecostés -de ahí la advocación “Blanca Paloma”, en clara alusión a una de las representaciones simbólicas de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad-.
El Rocío, más allá de una simple mirada superficial, esconde una gran carga simbólica. Los romeros representan a la Iglesia que peregrina en medio de las alegrías y fatigas de la vida terrena. En el camino, verdadera alegoría de la vida, encontramos tanto el bien -sentimiento de fraternidad, fe compartida, risas y oraciones que se convierten en alabanza, propias del carisma letífico de las Glorias-, como el mal -excesos y deformación de la fe cristiana-. En definitiva, como la vida misma. Lo importante es que El Camino es un lugar de encuentro con Dios y con los hermanos. Muchos corazones, a lo largo de los siglos, lo han atestiguado. El final de la peregrinación es la entrada al Santuario, ante la Presencia… ¡hermoso reflejo del camino de la vida hacia el cielo!
En Pentecostés, la primitiva Iglesia se reunía en torno a María, aquella que fue saludada por el ángel como la “llena de Gracia” -Χαίρε, κεχαριτωμένη- (cfr. Lc1,28; Hch 1, 14; 2, 1-4). En este día la Iglesia, nacida del costado de Cristo en la Cruz, se manifiesta al mundo revestida por la fuerza del Espíritu Santo. Comienza la predicación apostólica, bajo el cuidado maternal de María.
En Pentecostés, la Virgen Madre aparece nuevamente como Esposa del Espíritu para ejercer una maternidad universal respecto a cuantos son engendrados por Dios mediante la fe en Cristo. –Benedicto XVI
Así pues, el verdadero rociero es aquel que fija sus ojos en la Virgen, que se deja transformar por la Gracia, de tal modo que se configure con Aquella que guardaba las cosas de Dios en su corazón (cfr. Lc 2, 19). Este sintonizar nuestro corazón con el de la Madre nos debe llevar, necesariamente, a la misión.
A mi juicio, resulta muy apropiada esta celebración mariana en Pentecostés, pues en ella se presenta a María en íntima unión con el Espíritu de Dios: Madre del Pastorcito Divino y de la Iglesia, discípula perfecta, mujer transfigurada por el Espiritu Santo, revestida de sol y con la luna a sus pies (cfr. Ap 12,1), participando de las primicias de la victoria del Hijo sobre el mal, el pecado y la muerte.
Como cada año, en medio de una impresionante multitud proveniente de todos los rincones (¡como en la fiesta judía de Pentecostés!), la Señora nos mostrará a Aquel que es el fruto bendito se su vientre y nos dirá, una vez más, que hagamos lo que Él nos diga (cfr. Jn 2,5).
Acabo este breve artículo haciendo mías las palabras de San Juan Pablo II en el Santuario de Nuestra Señora del Rocío:
¡Que todo el mundo sea rociero!
Andrés E. García Infante.
Teólogo
Fotografía de portada: Feliciano Gil.